ENTRENAMIENTOS DE COMBATE
—Elija un arma.
—Me da igual, nunca usé ninguna de las dos— le informó la muchacha, en tanto que se alzaba de hombros con desinterés.
—Entonces comenzaremos con la bayoneta— decidió él, al tiempo que le ponía el arma en la mano, se alejaba a unos diez metros de distancia, se paraba con los brazos y piernas abiertos y volvía a ordenarle: —Ahora atáqueme soldado.
—¿Qué? ¿Uste´se fumó una pipa de opio o qué? —lo interrogó la joven con gesto incrédulo.
—¡No me cuestione y atáqueme! —repitió el oficial con voz de trueno.
Mechi pensó que este tipo era el mismo sinvergüenza que le había estado arrastrando el ala y haciéndola ilusionar sabiendo que era casado, el mismo metiche culpable de que terminara aplastada por los leños y el mismo mandón que era capaz de descubrirla y arruinarle los planes, así que, con el enojo que le había empezado a hacer hervir la sangre, le respondió:
— Si usted insiste…— y se lanzó a toda carrera hacia donde él estaba, rifle en mano y con la sana intención de hacerle un leve corte con la bayoneta en una pierna, para desquitarse por los problemas que le había causado y por los que podría llegar a causarle.
El capitán lo esperó a pie firme y, cuando vio que el mocoso se encontraba a un metro de distancia, giró veloz hacia un costado y lo hizo pasar de largo. Lo complicado fue que, el fuerte envión que traía el petiso y la dirección demasiado baja de su bayoneta hicieron que esta se terminase enterrando en el piso y haciendo que su dueño rebotase, diese una cómica voltereta en el aire y cayese al otro lado, de espaldas contra el suelo y con un alarido de dolor, en tanto que generaba un respetable ruido y levantaba una consistente polvareda a su alrededor.
Para ese momento, Juan no sabía si imitar a sus hombres y tirarse al piso para descostillarse de la risa o actuar como correspondía a un superior e ir a ayudarlo. El decoro pudo más y, carraspeando para tratar de disimular las carcajadas propias, porque las ajenas le atronaban los oídos, fue hasta el soldado caído y le tendió una mano para tratar de levantarlo mientras le preguntaba: —¿Se encuentra bien?
—No…puedo…respirar… —le respondió la muchacha con un quejido y la mirada vidriosa, en tanto que tenía una sensación de incendio en los vapuleados pulmones. Luego inspiró con cuidado y, cuando pudo volver a hacer ingresar el aire en su organismo, le reprochó con el ceño fruncido: —¡Tramposo!
—¡Ja! ¿Es que se creía que lo iba a dejar ensartarme como a un churrasco? No mi hijito, lo que yo hice es exactamente lo que van a hacer los entrenados militares realistas si intenta atacarlos de una forma tan absurda, por eso es prioritario que usted aprenda a embestir y a defenderse. Y otra cosa, si de veras quiere evitar que lo maten, apunte a los órganos vitales de su enemigo. En la guerra no hay lugar para la compasión —le respondió el capitán, mientras se agachaba junto a su subalterno, le pasaba la mano por debajo de la espalda para ayudarlo a enderezarse y lo miraba con un gesto de pena que contradecía lo que acababa de decirle.